jueves, 21 de mayo de 2009

ELVIAJE por MON

El día en que me quedé quieta empezó el viaje.
El viaje fue, entonces, un hoy.Y el instante presente me viajó.
Lo estiré hasta el norte, el sur, el este y el oeste.Ya no era punto cardinal de otros lugares.
No era el norte de nada ni el sudeste de ninguna otra certeza. Solo era el viaje del instante.
Llevaba tiempo deseándolo porque sabía que tras este vendrían muchos más. Pero como pensaba que no requería preparación consciente me dediqué a hacer lo único que sabía que podría funcionar: espantar todos los pensamientos que no fuesen orientados directamente a solucionar algún problema tangible y práctico durante días. Las semanas previas habían sido un período convulso. De deshacer imágenes creadas, certezas de conductas mías y de otros y de romper el sístole y diástole de la armonía fraguada. A fin de cuentas, que yo sabía que recibiría una llamada y sería entonces el momento.
Y así fue.
El martes pasado a las siete y cuarenta y dos me llamó. Zumbaba una abeja cerca de mi rodilla y mayo agitaba la avena loca en el campo de enfrente, donde crecen los acebuches. Allí empezó el primer viaje. Un silencio interior me embargaba, me quedé quieta entonces: mi cabeza vacía de palabras, mi corazón expurgado de sentimientos, mi vientre evacuado de pasiones. Y fue en ese instante presente de viaje en que escuché a la abeja azul. Entre la pata de la mesa y mi rodilla, flotaba en el aire, movida por un hilo del que pendía su torso y lo abaneaba en el eje vertical. Después llegó la avena, nieve al sol brillante, difuminada, toda en una, mecida sin contornos precisos.
En estos viajes no hay un durante el viaje porque en cuanto empieza el durante ya inició otro viaje dentro de este o de su mano, así que todo esto aunque lo cuento en sucesión debéis saber que fue simultáneo.
La música debió entrar por todos los poros de mi piel y de mi pelo, sus notas de insectos, sus claves de brisas,me recorrían, qué digo me recorrían, quiero decir recorrían el viaje que era yo y, por primera vez en todo el mes, mayo sonó: era la mejor pieza de Satie, arrancada de las teclas verdes y blancas de la naturaleza. En aquel instante, de las siete y cuarenta y dos sé que vino Pepe, que es mi vecino, y estuvo a unos centímetros de mí, arreglando el farolillo verde y rojo que pinté hace unas semanas, y claro, no me vio. Yo estaba de viaje, sin líneas a mi alrededor que me perdiesen la pista de todas las maravillas que iba descubriendo de la mano del asombro, la novedad y el vacío que en mí se habían hecho para recibir todo lo externo. Ahí me di cuenta de lo fácil que es hacerse invisible.
El miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo volví a viajar. Del miércoles al viernes sólo uno o dos viajes al día. El domingo viajé veintidós veces. La número seis la recuerdo especialmente. Empezó con la voz, mi propia voz retumbaba dentro de mí y me llamaba con su espectro. Yo estaba hablando con el camarero del Minigolf y le pedía un café. El camarero era moreno, con el pelo sedoso y sus movimientos eran rápidos, confusos. Apenas me miraba, jugaba con un sobre de azúcar y sentí cómo crujía cada grano del sobre entre sus dedos deslizándose para volver a recolocarse en otro lugar en contrapeso. Mi voz, que me sumió en su eco interno, escuchó el resto de ecos que me rodeaban: los de los gritos de la pareja de al lado, chillones, enérgicos, con ondas cortas y poco amplias, rasgadas, y la rapidez se mezclaba con mis ondas sonoras que decían: un caféeeee. El taburete era duro, esa dureza despertó la dureza de mis muslos, en los que rebotaban parte de las olas que provocaba el eco del aroma del café. Cuando volví del viaje, me lo tomé y, sin querer ni dejar de querer, le dije a la pareja de al lado: pronto soñaremos despiertos. Me miraron desconcertados y entonces volví a viajar. Tras este segundo viaje hablamos sobre tantas cosas que no las quiero recordar todas. Entre otras, sobre el atardecer.
Hoy es de nuevo miércoles, hace un rato he viajado de nuevo. A las cuatro y veintitrés me comenzaron a hablar. Era un lenguaje gestual, inmóvil, de fotografía movida. En este viaje mi pie izquierdo tiene calor, mi pie derecho está en reposo, mi cuerpo se apoya en el sillón y mis dedos teclean mientras sigue agitándose la palmera al viento de levante y las estrellas rojas de la puerta van decadentes perdiendo puntas. En este viaje el canto amortiguado de los pájaros por los cristales de la tarde de siesta ha entrado en mi salón y una mariposa blanca se ha cruzado con él. Hasta que me mueva no terminará. Nada más que este intervalo cabe hasta el nuevo transporte que me llevará a otra parte. ¿Entonces?
Pienso que a veces no he viajado estando de viaje. He tapado las orejas, cerrado los ojos, me he puesto una pinza en la nariz,guantes de lana, y he guardado la lengua.Curiosamente yo esto no lo he sabido hasta ahora ni yo hacía nada para que sucediese. Alguien que me habita lo hacía por mi. Y entonces se me acortaba la vida, la vida de viaje. Repito, para que quede claro, que esto no lo sabía yo hasta hoy porque la llamada es constante pero si me pongo tapones y manos sobre las orejas no la escucho.
Conocí en este viaje que os cuento la disposición de las sillas del salón en torno a la mesa azul, su diálogo y su movimiento. Fueron la primera llamada. También la coquetería de la cortina blanca dejando ver impúdica la gran cristalera, el descuido del sofá beige, sus arrugas siendo aún tan joven. Me admiró la caracola que se posa sobre la cáscara de mejillón en la bandeja de la mesa ovalada, y pude llegar a a transportarme hacia las fibras de plástico entrelazadas del jarrón vacío hasta que mi mirada perdió la noción de invidivualidad en ellas y las atravesó. Todo mi cuerpo gozó de la transformación de ser malla de fibra de plástico vista con los ojos entornados.
No he querido sacarle fotos a nada, así que sabiendo que es como os lo cuento, en vosotros cabe la posibilidad de creerlo o no creerlo. Lo más recomendable es que os quitéis las manos de las orejas.
El top ten del viaje de hoy ha sido, sin duda, la relación entre las sillas de la mesa azul: cómo se miran, cómo se escuchan, qué pacíficas se las ve y que cercanas sin casi tocarse; las dos de la izquierda, porque la de la derecha observa, pero sin participar. Está presente desde la distancia. A las otras dos no les falta de nada, les sobra hasta el tiempo, redondeadas, permanentes, con su malla de plástico apoyan sus cabezas suavemente sin perderse, la una en la otra, sin tocarse. Se aman. Eternamente se aman en este instante constante.
El resultado ha sido que al haberme convertido en malla de jarrón ovalado, todas las palabras que estaba tecleando durante el viaje se han esfumado así que tal vez todo esto que escribo se haya ganado para siempre, porque perdido no se puede haber perdido.
En este sincesar viajero me gano a cada instante y me olvido de mi también en cada uno de mis viajes. Hoy se han vuelto a suceder más lentos, sólo dos. Durante esta semana he sido tantas personas distintas al volver como la misma que se ha mantenido.
El secreto de renacer. Todo es siempre nuevo. Nada permanece ni llegamos del todo a ello en cada movimiento o silencio. Uno siempre es nuevo. Y nada añoro ya de lo que ya no está. No pienso en los viajes, sólo en el poso que me queda dentro y me deja vibrando, no pienso en el antes de los viajes ni tampoco en el después. Me dejo viajar y ahí encuentro mi mundo, que siempre ha estado, un mundo en el que la armonía eterna nunca es una, sino muchas sucesivas, recién llegadas, aquel del que había desconfiado durante unas semanas y que, gracias a la llamada, me ha sido devuelto y me hace fluir por el buen camino del amor.

1 comentario:

  1. Fuera de uno mismo, el vacio. en el interior, horizontes abiertos, lejanos, enigmáticos, hermosos por descubrir. tú nos enseñas a ese viaje. Gracias. Mª José.

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