viernes, 19 de junio de 2009

EL TÍO RODRIGO por Juan José Juliá de Agar

El tío Rodrigo era un niño viejo. Su cabeza redonda hacía juego con su cuerpo. La punta de la nariz y las orejas siempre rojas, como balizas luminosas, contrastaban con el blanco de su tez. Tenía una boca pequeña que se abría no más de lo necesario para comer ya que él nunca hablaba. Sus únicas palabras, como decía mi madre, fueron dos lágrimas que siempre custodiaron sus diminutos aunque profundos ojos negros.
-¡Vamos, niños, que es hora de levantarse!
-Jo, mamá, déjame un poco más.
- Venga, que el tío ya ha hecho de vientre.
Así era. Mi tío se levantaba antes que nadie. Se vestía, encendía la cocina, ponía agua a calentar y, entonces, entraba en el baño. Había un cubo de latón que servía para sacar agua de un algibe. Cada mañana, el golpe que daba el propio cubo al contacto con la piedra del suelo, unido al de su asa que, al volver a su estado de reposo, rebotaba en el latón, producía un campanazo que nos servía a todos como comienzo de un nuevo día .
Todos le llamaban Rodrigo “El Simple”. Pasaría como una persona “normal” si no fuera por su aspecto infantil, por la ausencia de palabras y porque sucediera lo que sucediese, hiciese sol o lloviese, frío o calor, fuese lunes o domingo, desde que yo tuve uso de razón, cada día hacía exactamente las mismas cosas, en el mismo orden y con la misma parsimonia. Su rutina era sagrada y nada en el mundo podía alterarla.
Cómo sería que en mi casa la pregunta era: “¿Qué está haciendo el tío?” Y la respuesta no sólo daba información de la hora exacta sino también de los acontecimientos que proseguirían a dicho momento en el futuro próximo. Y, por consiguiente, de las obligaciones a las que cada uno estábamos atados para que ese religioso orden no se alterase.
Mi tío, como ya he dicho, marcaba el comienzo de cada día. Tras tomarse su café con leche se sentaba en el porche de la casa y, con lejana presencia, se despedía uno a uno de sus habitantes, excepto los domingos y festivos en que era mi madre la que salía para recordárselo. A él parecía no importarle pues continuaba allí el tiempo estipulado y luego se daba su diario paseo matutino por el pueblo no sin antes abrir la puerta del gallinero.
A las once volvía, se lavaba la cara en el pozo y se quedaba allí un buen rato, mirando su reflejo en la superficie del agua. Mi madre sabía que ése era el momento en que la comida debía estar ya casi preparada pues faltaba poco para que todos regresásemos a la casa. Recuerdo un día, debía ser domingo, pues no fui al cole, en el que me acerqué sigilosamente al pozo y vi que lloraba. Él, posando su oscura mirada en mis ojos, me hizo entender que era ese el momento de la autocompasión, de renovar sus lágrimas.
Volvíamos todos de nuestros quehaceres y mi tío entraba en casa, ayudaba a mi madre a poner la mesa y comía. Él siempre comía solo. Después, se sentaba en una mecedora desde la que se veía el comedor y a eso del segundo plato se quedaba dormido. Su siesta era corta, se despertaba en el postre, recogía los platos y llevaba las sobras a las gallinas. Cuando yo salía de nuevo hacia el colegio, él ya estaba sentado en el porche para despedirnos a todos al igual que hacía en la mañana: a mi padre, a mi hermana y a mí. Yo, sentía su presencia que, unida al silencio, se traducía en mi interior en una especie de compasión que se acercaba al cariño.
Cada tarde salía a dar su segundo paseo a la loma del tren. No lejos de casa transcurrían las vías. A las cuatro y veinticinco, día tras día, mi tío Rodrigo se asomaba a ver pasar al viejo Talgo camino de Madrid. Si coincidían, el maquinista hacía sonar su silbato que anunciaba a todo el pueblo que el tren pasaba en hora. En ocasiones el tren se retrasaba y mi tío ya se había ido, decepcionado, hacia la casa. Estos días el tren no pitaba.
A su regreso merendaba un vaso de leche con un poco de pan y luego marchaba al gallinero. Lo limpiaba, les daba su comida a las gallinas, recogía los huevos y lo dejaba cerrado.
Volvía y se sentaba en el porche esperando la hora de la cena. Cenaba él primero antes que nadie y, antes que nadie, se acostaba.
Así un día tras otro hasta que, un atardecer, yo tenía doce años, a mi tío le dio un fuerte dolor en un brazo. Mi padre llamó al médico y esa misma noche murió. Aquellas horas se me quedaron grabadas para siempre. La casa estaba llena de gente. Yo no podía dormir porque una terrible duda me invadía: temía que a la mañana siguiente el sol no supiera amanecer ya que no estaba mi tío para despertarlo. Pero al fin salió y yo dormí tranquilo.
Desde aquel momento la vida cambió. Todo sucedía de una forma natural, sin prisas, sin esa presión constante a la que toda la familia estaba sometida desde siempre. Mi tío, el “Simple”, inocentemente, nos había tiranizado de la forma más sutil. A todos.
Cuando mi tío murió, yo sentí un alivio inmenso, no en el mismo momento sino en los días posteriores en los que el sol seguía saliendo, nosotros nos levantábamos, trabajábamos o íbamos al cole, comíamos, paseábamos, jugábamos, pero sin nada ni nadie que controlara en qué momento preciso tenía que suceder cada cosa.
Yo nunca tuve reloj. Ahora cada vez que veo uno me acuerdo de mi tío Rodrigo, lo observo y al no encontrar ninguna lágrima en su esfera blanca, respiro, pues nada conmueve mi espíritu.

1 comentario:

  1. dejar que el tiempo no presida ni controle ni marque los ritmos de nuestra vida...dejar que cada momento sea eternidad y que la vida fluya y fluya...libres y plenos de infinitudes...
    MJ

    ResponderEliminar