lunes, 5 de diciembre de 2011

El comienzo de las fiestas por JESÚS MONTERO

Cada 8 de septiembre, siendo niño, acompañaba a mis progenitores a la misa que abría las fiestas dedicadas a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Vega. Al principio también iba mi hermano, hasta que se hizo mayor. La ceremonia religiosa era muy preciada en mi casa como el punto de arranque principal de las ferias. Unos días que para nosotros lo eran de alegría y emoción. Por las mañanas, mientras no había clase, podíamos ver las calles llenas de gente, con el fondo musical de la gaita y el tamboril que acompañaba los bailes de la charrería y las carreras de los cabezudos. Por las tardes teníamos ocasión de acercarnos a los cacharritos de feria, al circo o al cine, que nos servían de amortiguador en el tránsito de las vacaciones al curso escolar, cuyas clases empezaban oficialmente el día 15.

La misa era oficiada en la Catedral Vieja por el obispo de la diócesis, que se rodeaba de un séquito de sacerdotes, miembros del cabildo en su mayoría, ataviados con sus relucientes ropajes de casullas, estolas y manípulos. Don Mauro, como se llamaba el obispo, llegaba al altar con su báculo en la mano derecha, la mitra sobre la cabeza y una reluciente casulla blanca de filigranas doradas. Frente a ellos, en las primeras filas, se situaban las autoridades civiles y militares. El gobernador civil y el militar, el alcalde y el presidente de la diputación, los jefes de los cuarteles de caballería y de ingenieros, el jefe de la base aérea de Matacán, los jefes de la guardia civil, la policía armada y la municipal, el comisario jefe de policía, el rector de la universidad, los presidentes de la cámara de comercio, de la hermandad de agricultores y ganaderos, y de los colegios profesionales, los delegados provinciales de los ministerios, de los sindicatos verticales, del frente de juventudes y de la sección femenina… Iban vestidos de gala con trajes de chaqué y uniformes, mostrando corbatas, gemelos, galones e insignias, y, en muchos casos, bigote. Los acompañaban sus esposas, también de gala y con sus mantillas de encaje sobre las cabezas. No podían faltar en uno de los momentos señalados del año en que era necesario hacer una demostración solemne de los poderes que, victoriosos tres décadas antes, habían sellado un pacto inmejorable por ventajoso. En ese día se escenificaba mejor que nunca, con todo su boato, la alianza de la cruz, la espada y el dinero. Como testigo, por conveniencia o por devoción, la feligresía que llenaba los bancos del templo o se apostaba de pie como mejor podía en sus naves laterales.

Y allí acudíamos, quizás por iniciativa de mi madre, que seguía así la tradición heredada de su familia cuando vivía no muy lejos de la catedral. También le gustaba mucho la música, que no faltaba nunca en ese acto, con el añadido de la presencia de dos de sus hijas en el coro. Una madre, en fin, devota, fiel al cumplimiento de los preceptos religiosos y en la asistencia al rito anual de la ceremonia solemne que se dedicaba a la que llamaba su virgen.

Mi hermano disfrutaba de la misa. A mí, por el contrario, la mayor parte del tiempo se me hacía insufrible. Su duración me parecía una eternidad, me provocaba aburrimiento y, en ocasiones, lo sentía como una tortura. El himno de la Virgen de la Vega, el canto eucarístico “Beberemos la copa” y el “Aleluya” de Haendel hacían que mi estancia fuera por ratos más llevadera. Eran tres de lo cantos que interpretaba un coro de voces acompañado de un órgano y una pequeña orquesta formada para la ocasión. Su nombre oficial, la Coral, lo pronunciábamos con el orgullo de tener en ella dos hermanas. Una, de tiple segunda, y la otra, de contralto. Decía mi hermano con picardía, que yo le acompañaba con una risita cómplice, que eran de las del “chum-chum la-la-la”, para diferenciarlas del papel más relevante de las tiples primeras.

No recuerdo cuándo se cantaba el himno dedicado a la Virgen, quizás lo fuera al final, pero sí mantengo el eco de su melodía y algunos pasajes de sus versos. Como el arranque tenue a base de voces femeninas: “Abre, madre, tus brazos / al hijo que a ti llega…”. O los emocionantes estribillos: “Salamanca te aclama, virgen de la Vega / tus vidas te ofrece, tus almas te entrega…”. Eran los momentos en que todo el coro, el órgano y los instrumentos de la pequeña orquesta resonaban con más fuerza en el amplio espacio del templo románico. Las bóvedas de su nave central y la espectacular cúpula sobre pechinas y cimborrio elevada desde el crucero acogían un sonido que si no me parecía salido del mismo cielo, al menos me sacaba de mi sopor y me emocionaba.

Para evitar derrumbarme entre canto y canto, paliaba la situación mirando a la pequeña, casi imperceptible para mí, imagen hierática de la virgen de madera bronceada que era motivo de celebración. Y ante todo, al grandioso fresco del Juicio Final que Nicolás Delli, llamado el Florentino, había pintado en el siglo XV sobre el cascarón del ábside. Un fresco que se superponía sobre el retablo donde se multiplicaban las escenas de la Biblia que el mismo artista y dos de sus hermanos plasmaron en tablas enmarcadas con molduras de motivos góticos.

Hacia ese cascarón miraba yo con la curiosidad de un niño al que no le habían dejado de hablar en casa y en la escuela del cielo y del infierno, y que el fresco me mostraba como la ocasión ideal para poder imaginarme cuál podía ser mi paradero futuro según hubiera obrado en la vida. Una escenificación del bien y del mal, presentados frente a frente entre sí. A la diestra de Jesús, que era mi siniestra, estaban quienes se salvaban. A la siniestra, mi diestra, quienes se condenaban.

Mi mirada apenas se fijaba en ese juez severo y gesticulante que, situado en la parte superior y central, emitía su veredicto rodeado de ángeles, mientras el Bautista y la Virgen, orantes, testimoniaban su autoridad. Más atención prestaba al tropel de ánimas benditas que con los brazos levantados y las manos unidas iban ataviadas con unas túnicas blancas y pulcras, mostrando el agradecimiento por el premio de la salvación. Pero donde mi mirada y mi atención se centraban era en los cuerpos desnudos situados en la parte derecha de la pintura que iban saliendo de sus tumbas y acababan siendo devorados por un gran monstruo con dientes espinosos, paladar rojo y cabeza verde, representación del diablo. Una atención, la mía, quizás morbosa en la contemplación de lo prohibido: la de los cuerpos desnudos, aun casi asexuados, que el catecismo nos señalaba como uno de los enemigos de la humanidad, esto es, la carne, el mundo –¿a qué se referirían?- y el demonio.

Me he preguntado muchas veces por qué esa mayor atención hacia lo escabroso del infierno en vez de centrarme en la dulzura del cielo. Por qué me fijaba más en los rostros aterrorizados de quienes caminaban hacia el abismo en vez de preferir el gozo de quienes habían alcanzado el reino de la felicidad eterna. Hace poco más de un año pude contemplar en Padova los frescos que Giotto pintó para la capilla Strovegni. Allí se encuentra representada otra escena del cielo y del infierno. Más clasista, eso sí, pues fue encargada por el hijo para salvar al padre pecador, un rico comerciante de la ciudad. Un tema recurrente en el mundo del arte, con una clara intencionalidad de buscar el efecto deseado. Durante casi dos milenios la Iglesia ha ido inculcando a generaciones y generaciones una conciencia moral para hacer del miedo uno de los pilares del control de nuestras vidas, presentando el premio final, pero a la vez resaltando la advertencia amenazante del mal. En la mente del niño que era yo surtió el efecto suficiente para creérmelo.

Pasado el ecuador de la liturgia y llegado ya el momento de la eucaristía, la letanía del canto “Beberemos la copa” me elevaba el ánimo. Hoy me parece una melodía simplona, plana y de ritmo cansino, con la repetición constante de un “Amén, Aleluya” como coletilla en cada estrofa. Puede que me atrajera por esa sencillez, que la hacía más pegadiza. Puede también que lo fuera por el hecho de coincidir con el movimiento de gentes que a ritmo procesional se acercaban en busca de la comunión que administraban el obispo y sus sacerdotes. Era el momento en que se rompía para mí la monotonía y lo que me parecía el paso lento del tiempo. En todo caso lo prefería al majestuoso “Aleluya” de Haendel, cuya mayor riqueza compositiva y armónica me podría parecer estridente. No lo era, sin embargo, para mi madre y mi hermano. “Hijo, dónde vas a ir parar. Es mucho más solemne y más bonito. Fíjate en las voces y en la orquesta cómo resuenan. Emociona mucho más”, me decía mi madre. “Pues a mí, no. Me gusta más el ‘Amén-Aleluyá’”, le contestaba.

A la salida del templo, después de casi dos horas de oficio religioso, me esperaba la alegría. En el paseo por las calles entre el bullicio de la gente podía ver a las charras con sus vestidos espectaculares de lentejuelas de colores, sus pañuelos blancos sobre la cabeza, y a los charros con sus trajes negros y austeros de chaqueta corta y sus gorros alados y cónicos en el centro. Desfilaban con las castañuelas al ritmo de la gaita y el tamboril, y de vez en cuando se paraban para bailar. También podía ver a los gigantes y al inmenso gargantúa apostados en la Plaza Mayor, y, por supuesto, a los temibles cabezudos. Hacerlo junto a mi padre, mi madre y mi hermano, mientras no se hizo mayor, me daba la seguridad suficiente para sentirme protegido, pero no para perder el miedo que llevaba por dentro. ¡Ay los cabezudos! ¡El terror que me invadía cuando en mi barrio oía a lo lejos el sonido del tamborilero que anunciaba su llegada! El Padre Lucas y la Lechera, a quienes cantábamos eso de “que venden leche por cuatro perras”. O el Negrito, la Bruja…, no recuerdo más… que se dedicaban arrear a diestro y siniestro con sus varas a la chiquillería.

Era un tiempo de miedo. O de miedos. Con el paso de los años, todavía niño, dejé de tenerlo de los cabezudos cuando en una ocasión me atreví a ir solo con ellos echando carreras para evitar los palos. Después, ya adolescente dejé de tener miedo al infierno y sus demonios cuando dejé de creerlos. Aunque al poco empezó otro miedo. Éste, sí, de carne y hueso. Provenía de las autoridades civiles y militares con las que habíamos coincidido mi hermano y yo en la misa en honor de la patrona de la ciudad. Ya no corría delante de los cabezudos, sino de los uniformados de color gris y porra en la mano. Más tarde, ya en otro tiempo, fueron cambiando las caras y las formas de las autoridades y a la vez, el color de los uniformes. Supe también que el Padre Lucas era en realidad una deformación puritana del Padre Putas, el mayordomo principal de la casa de la mancebía que hubo en mi ciudad siglos atrás. Y que la Lechera era, por así decirlo, la puta principal. En el tiempo de mi niñez, en vez de la casa de la mancebía, sí un barrio chino famoso lleno de casas y putas para todas las clases. Unas, para los hombres de bien; y las más, para el resto. Quién sabe, pero quizás en consonancia con la distribución de las almas que se hacía en el cielo y el infierno. En la capilla Strovegni así se ve, no hay duda. En la Catedral Vieja de mi ciudad, puede que no. ¿O sí? Qué más da. A mí ya se me pasó ese miedo.

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