Australia I. Los aborígenes australianos.
Llegar a Australia es irse muy lejos. No tanto como llegar a China pero queda a un rato. Quiero decir que no compartimos mamíferos ni paisaje ni cultura base aunque el mundo australiano, si nos limitamos a las ciudades, la barrera de coral y playas, y completamos con una pequeña incursión al Uluru sin detenernos mucho, es reconocible. Hace un siglo y alguna década no era así.
Hace un siglo y alguna década llegaron los ingleses y transformaron Australia. Transportaron con ellos a roedores como los conejos y ratas o a los perros (el perro salvaje dingo, subespecie de lobo propia de Australasia, es el único mamífero previo que existía). Australia se convirtió en un hervidero de conejos y para terminar con ellos, se inventaron una enfermedad: la mixomatosis. Actualmente esta enfermedad mata a colonias completas de conejos en todo el mundo. Es decir, infestaron de animales externos un país, lo atacaron para solucionarlo y acabaron dañando al resto del mundo. Además de esta altisonancia animal, transformaron a los pobladores australianos llamados aborígenes, vistiéndolos, educándolos, colocándoles un rifle y, en definitiva, domesticándolos. En las fotos que quedan de la llegada de los colonos estaban desnudos, con palos y flechas, vivían en chozas y tenían una cultura nómada, basada en el conocimiento del medio ambiente y la supervivencia en un espacio árido (1892). En un tiempo récord se transformaron en indígenas disfrazados de ingleses, con armas inglesas y pose artificial (1904). Ahí empezó la aculturación de un pueblo entero, su masacre y debacle.
En nuestro viaje por este enorme país tuvimos que elegir zonas para no perdernos en la vorágine de abarcar más de lo posible. Elegimos Sydney y alrededores (Blue Mountains), la ciudad de Cairns y las playas e islas aledañas a su barrera de coral, así como los territorios aborígenes: Cape York y Alice Springs. En otras ocasiones os hablaré del resto del país que he conocido pero hoy me centraré en los territorios y, sobre todo, en el pueblo aborigen.
Quería conocerlos de cerca y la única forma era visitar sus lugares. Hay aborígenes adaptados por aquí y por allá, en muy pequeñas proporciones, aborígenes creativos que han expandido su arte (Dreamings) y han entrado con él en los circuitos comerciales, aborígenes universitarios que viven en las ciudades, pero yo quería visitar algo más real y mayoritario.
Quedan dos zonas en Australia que aún son territorio aborigen y se rigen por leyes propias: Cape York al noreste del país, en la región de Queensland, el paso a la isla de Papúa Nueva Guinea, y el estado del Territorio Norte, cuyo centro, Alice Spring, es donde se encuentra la montaña sagrada Uluru, paso obligado de cualquier viajero que se precie. Las veces que intenté contactar con ellos recibía silencio o apenas un monosílabo o risas de los niños y niñas, o miradas ausentes. Solo en una ocasión, sin palabras, pude sentir a una mujer anciana, en pleno desierto.
Viajamos durante varias semanas por estas zonas. Por Cape York en caravana todoterreno. El lugar es árido y está despoblado, desértico, como la mayor parte del país, los caminos están hechos de tierra es rojiza y polvorienta. Es necesario vadear ríos para poder avanzar por la zona y no hay alojamientos en los pocos pueblos que encontramos, apenas algún camping.
Era ya el final de la estación seca, quedaba nada para la de lluvias, que se adelantó y nos cortó el paso a mitad de Cape York. Allí una barrera nos impedía seguir hasta el final a causa del peligro de inundaciones y, por tanto, de quedarnos atrapados y aislados durante meses así que tuvimos que dar la vuelta a un tercio de viaje.
Mientras cambiábamos de planes mi cerebro rebobinaba el camino hecho, ocho días de tierra roja, polvorienta, de algún que otro canguro y walabee (pequeño marsupial) cruzándose por nuestro camino, de playas infestadas de medusas donde el baño está prohibido, de hermosísimos bosques de eucalipto, de diferentes especies, sobrevolados por bandadas de cacatúas blancas, bandadas de cacatúas negras. Una belleza. El eucalipto blanco, negro, la tierra roja levantando polvareda al paso. Cada árbol tiene su sentido en el lugar del que proviene. De allí los exportaron y llegaron hasta nuestra tierra para comerse nuestro bosque. Allí son los divinos naturales. Por el camino, entre otras cosas, nos encontramos un incendio. Era de tarde. Hasta la noche no cruzamos ningún poblado pero memorizamos el lugar para indicar a la policía o bomberos dónde debían acudir. Llegamos a un poblado indígena tarde ya, buscamos a la policía y les contamos la historia. Creímos que no entendían inglés porque ni se inmutaron; en fin, como ya habíamos tenido algún otro contacto frustrado con aborígenes nos dimos por vencidos. A los varios días supimos de la política australiana de dejar que se propaguen los incendios sin cortarlos como manera de renovar los bosques. Al tener un territorio tan extenso los incendios naturales siguen siendo como serían en antaño para la tierra, un método de rejuvenecer la vegetación.
Los aborígenes son gris ceniza. Su rostro de facciones gruesas e inflamadas impacta. Están cansados, abrumados. Perdidos de sentido. El gobierno les ha ayudado de la peor forma posible, dándoles una serie de opciones vitales resueltas tales como casa o pequeña paga para que acabasen ya de negarse a sí mismos, renunciar a su camino de vida y acomodarse. Su cultura del nomadismo, de conocer cada animal, cada veta de agua en el desierto, para qué servía cada planta, de recorrer con los jóvenes durante años vastos territorios para que aprendieran la supervivencia, se ha sustituido en la mayor parte de los casos por el ocio y la venta de objetos artísticos simbólicos de su visión del mundo. Sus cánticos han ido enmudeciendo. En Alice Spring, ciudad del centro de Australia, desde donde se parte al Uluru, gran montaña sagrada, merodean por la ciudad lentamente, abotargados en los parques, tumbados en grupos en el césped al lado de sus cuadros. Y mientras la vida de los blancos contrasta activa, dinámica, llena de sentidos inventados, pero sentidos al fin y al cabo, la suya ha perdido su identidad. Esto es lo que he podido intuir de ellos, de su alcoholismo en algunas zonas ( en los pueblos aborígenes está prohibido pasar con más de una cerveza para consumo propio, hay ley seca) que sobrevive en las tabernas de los pueblos blancos vecinos a donde van en busca de sustitutos de vida real. Es la historia compartida con otros pueblos del mundo: los indios americanos, algunos pobladores de la Amazonía, etc. Les falta maternaje. Su madre vida los ha abandonado, les han segado la raíz de golpe los blancos. Tras llevarlos a los campos de opio y drogarlos como manera de mantenerlos trabajando como esclavos, tras organizar cacerías de pudientes que salían con escopetas a perseguirlos a ver si conseguían cazar cual alimañas a alguno de ellos, tras robarles a sus hijos por imponer que no sabrían quererlos durante generaciones, tras no pedir perdón oficial hasta el año 2000 y hacer un lavado de cara consistente en colgar unas cuantas obras aborígenes en el museo de arte contemporáneo de Sydney y otras cuantas acciones similares que afectan a una minoría de indígenas, han conseguido destruir a uno de los pueblos más fascinantes del planeta. Fascinantes porque en ellos late el instinto básico de la vida y simbiosis con el entorno, ese que nosotros vamos desechando en nuestro proceso de civilización.
En el Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, al lado de la roca sagrada Ayers Rock, una montaña de arenisca rojiza de 318 metros de alto y 8 kilómetros de perímetro situada en medio de una inmensa llanura al suroeste de Alice Springs, se respiraba el polvorífero calor del ombligo australiano. La inmensa piedra no me hacía sombra. Me resguardé en un chamizo de paja, abierto, con bancos. Una mujer vendía
dreamings aborígenes y dos más la acompañaban. Se sentaron. Yo, a su lado. Quería respirar su espacio, compartir su lugar al ritmo de su lentitud. En silencio, escuché profundamente y entré en las historias. Estuve mucho más tiempo del transcurrido al lado de ellas.
La más anciana tenía planchados dos dedos de una mano, parecían derretidos por el sol. Su lengua sonaba constante, repetida, como un tambor de tierra. “Wantyeye-wantyeye the areke ayenge akweke-arle anerlenge. Apmere Alyanthengeke. Itnearle akwetethe urnterrirretyarte” (“ Recuerdo que cuando era joven yo viajaba con mi familia por estas tierras y otras muchas lejanas a través de Uyetye mucho más allaá de Alice spring”) y seguía contando, creo yo, que mientras viajaba por aquella su tierra que usaba para la vida, propiedad de nadie, iba pintando aquellos y otros lienzos. Entré en su música, en su gesto, en sus entonaciones. Estaba contrariada con un guía que no dejaba exponer los lienzos, que traía enrollados, en el chamizo y defendía obcecadamente su postura aunque se sabía perdedora de la partida. Olía dulce, denso, pasado, como a vientre de hormiga lleno de miel. Se oía el calor del polvo y el latido del animal que cazaron, amedrentaron, drogaron, alienaron, al que le extirparon a sus hijos. Ese animal se defendía. Le latía la tierra, el irrernte-arenye o espíritu de sus ancestros, la fuerza de sus ceremonias, el carácter pujante de los antiguos levantando el cuello desde su lugar sagrado, la Ayers Rock, todo lo que no se cuenta con palabras. Y el guía, extranjero, no le permitía usar su casa para sobrevivir vendiendo lo único que les han dejado seguir haciendo: arte. Pero eso no se veía, sólo se olía. O tal vez se oía cual cadencia en el mejor de los casos, entre las palabras, en sus inflexiones y ritmos se daban forma los pesos del pasado. If you listen deeply and let this stories in.
Pasó el tiempo y me levanté sin hablar. Le sonreí. Me sonrió. Me alejé y me llevé el olor a miel densa en el fondo de la garganta. Las moscas negras del desierto volvían a agolparse a mi alrededor. Me fui con una sensación vívida aún cuando no conseguí saber lo que gritaba aquella mujer hasta que pasaron unos días y realicé una esquina de la barbarie histórica que había sufrido este pueblo. Supe, entonces, que habían conseguido mantener algo casi tan importante como la dignidad: el didgeridoo, instrumento de viento tan simple que para tocar se debe insuflar partiendo de una respiración completa que lleva casi al trance, que parte de una disposición de paciencia, relajación y positivismo, instintiva, desde la mayor simpleza, y que por todo ello es tan difícil para los occidentales.Su sonido base es el drone (BR BR BR), bramar bajo, subterráneo de la tierra roja.
Como rezaba Adrian Tucker en 1997, la espiritualidad es mucho más que la conciencia de uno mismo, es la conciencia y la responsabilidad del conocimiento de nuestro lugar y nuestro rol en el mundo. Es saber las responsabilidades de cada cual por el pasado, en el presente y hacia el futuro.
No nos perdamos de vista porque todos ellos, aborígenes y colonos, son humanos como cada uno de nosotros. Y en nosotros va la semilla de todas esas posibilidades: de ser o víctimas sin voluntad o irrespetuosos invasores del ser ajeno. No somos ni más ni menos que unos y otros, solo depende de qué opción vital elijamos en cada uno de nuestros actos. ¿Quieres ser el que elija como debe vivir el otro? ¿Quieres ser el que deja que otros elijan cómo debes vivir? En distintos grados es la historia de cada día cuando la palabra respeto se maquilla.
MONTSERRAT GÓMEZ GÓMEZ